domingo, 28 de septiembre de 2008

Ribera

Difuminado.

De contornos imprecisos

como los álamos, los chopos,

los juncos y los carrizos

de una acuarela triste de ribera,

de una ribera triste de acuarela.

 

Milenarios.

Los sillares hendidos del puente

como soldados, como tumbas,

como memoria y como el dolor

de una marchita primavera sin flor,

de una flor marchita de primavera.

 

Olvidada.

Y cubierta de tierra la mochila

como los huesos, las semillas,

la esperanza y la redención

de una mañana blanca con tu presencia,

de una blanca prescencia de tu mañana.

 

Húmeda.

La huella fresca en el cieno blando

como las heridas, como la sangre,

como la soledad y el miedo

a un ocaso sordo de la memoria,

a la memoria sorda de tu ocaso.


 José L. Muñoz Expósito

Septiembre de 2008

viernes, 27 de junio de 2008

Janto y Balio


Y hablando del dolor, ¿qué puedo decir de lo que pasó con Janto y Balio? Eran los caballos inmortales de Aquiles, y habían llevado a Patroclo a la batalla. Cuando Patroclo cayó, Automedonte se los llevó lejos de la contienda, pensando que los pondría a buen recaudo haciéndolos galopar hasta las naves. Pero ellos, cuando estuvieron en medio de la llanura, se detuvieron, de improviso; se quedaron quietos porque su corazón estaba destrozado por la muerte de Patroclo. Automedonte intentaba hacer que caminaran, fustigándolos o suplicándoles con dulzura, pero ellos no mostraban la más mínima intención de regresar a las naves, permanecían inmóviles, como una estela de piedra sobre la tumba de un hombre, con los hocicos rozando el suelo, y lloraban, lágrimas ardientes. Sus ojos, eso dice la leyenda, lloraban. Ellos no habían nacido para sufrir la vejez o la muerte, ellos eran inmortales. Pero habían cabalgado al lado del hombre, y de él habían llegado a aprender el dolor: porque no hay nada sobre la faz de la tierra, nada que respire o camine, nada tan infeliz como lo es el hombre. Al final, bruscamente, los dos caballos se lanzaron al galope, pero hacia la batalla; Automedonte intentó detenerlos, pero no había nada que hacer: echaron a correr en medio del tumulto, como habrían hecho durante el combate, ¿comprendéis? Pero Automedonte, en el carro, estaba solo, tenía que sujetar las riendas, pero estaba claro que no podía empuñar las armas, de manera que no podía matar a nadie; ellos lo llevaron hacia los guerreros y hasta el centro de la contienda, pero la verdad es que él no podía luchar, la verdad es que parecía un carro enloquecido, que cruza la batalla como un viento, sin derramamiento de sangre, absurdo y maravilloso.


Alessandro Baricco. "Homero, Ilíada".

miércoles, 18 de junio de 2008

La delicia de los cuervos


Cada vez que alguien pretende entrar en la Ciudadela, una gota de sudor atraviesa el rostro cuarteado del guerrero. Su oficio de centinela no le deja otra opción: se acerca al rastrillo con paso firme y, a través de la celada que le hace sentirse prisionero de su propio destino, exclama:

–¡Alto! ¿Quién vive?

Al otro lado, una mano cubierta de sudor se adelanta para hacer entrega de lo que parece ser un salvoconducto. El hombre va vestido con una librea dorada y carmesí, los colores de la Ciudadela. Detrás suya, dos escoltas bien armados lo flanquean y sujetan las riendas de sus monturas. Imposible que haya cruzado el desierto de esta guisa, piensa el centinela, intenta impresionarme con sus ropas de gala. Es el turno de noche, cuando el frío del desierto empapa la Ciudadela y los aullidos de los chacales, muy lejanos, se confunden con las lamentaciones de la muchedumbre acampada alrededor de la muralla.

–No –dice el guerrero tras echar el vistazo de rutina al documento–. No puede pasar.

–¿Cómo? Eso es inadmisible. ¡La Ciudadela no puede negar la entrada a nadie del linaje de Acher!

–Mire sus manos. Está contaminado.

El puño derecho del viajero se cierra sobre el inútil pergamino, aplastándolo. Era su esperanza, la oportunidad última de pedir asilo en las Casas de Curación, el único lugar donde se dice que la peste puede ser contrarrestada. Dos noches atrás sus hombres y él comenzaron a sudar a pleno sol, el líquido acuoso y amarillento que jamás había conocido su pueblo y que los delata como enfermos. Tenía que intentarlo. Un Caballero de Acher no puede rebajarse a pasar sus últimos días vagando entre la turba apestada de los arrabales. Antes de que el guardia termine de darle la espalda, logra sujetarlo del brazo acorazado y tira de él hacia el rastrillo.

–Abra la puerta. Hágalo o mis hombres le convertirán en delicia de los cuervos.

El centinela sólo tiene que levantar el brazo que le queda libre y extender la palma de la mano para que una panoplia de flechas caiga sobre el caballero y su escolta. Vuelve a su puesto bajo el adarve, cabizbajo, lamentando lo sucedido. Una nueva gota de sudor se desliza por su frente. Está tentado de quitarse el yelmo y acabar de una vez, pero no puede faltar a su deber con la Ciudadela. Afuera, los gritos y los aullidos se mezclan con el aleteo de una nube de pájaros negros que se acerca.

jueves, 12 de junio de 2008

Incertidumbre


Mucho peor que la muerte es el miedo a la muerte. Esta perogrullada nace de la incertidumbre, de saber que la fecha de caducidad está escrita a fuego sobre tu envase pero no puedes leerla. Asusta reconocer que tu carne viva, sintiente, generadora, pensante, va a convertirse en el polvo inmundo de las tumbas, de las soledades, de los silencios. A lo que se añade la extraordinaria sensación de que te queda algo por decir y no sabes si tendrás tiempo. Que en cualquier mom

José L. Muñoz, junio 2008

sábado, 24 de mayo de 2008

Indy IV: el final de la aventura


El estreno de la última parte de la saga de Indiana Jones genera grandes expectativas, de alguna manera invita a sentirse dos décadas más joven, pues hace 19 años desde La Última Cruzada, y a acudir al cine como un adolescente que al fin tiene la oportunidad largamente esperada de ver a su héroe en la gran pantalla (en mi caso, era tan joven que las anteriores sólo llegué a verlas en televisión).

La primera mitad de El Reino de la Calavera de Cristal es apabullante: cine de aventuras en estado puro. Tanto, que Spielberg se permite la maestría de mostrarnos toda una época, los 50, en unas pocas escenas: la fiesta juvenil de las motos y el rock ‘n roll contrasta con el inconmensurable peligro nuclear de la Guerra Fría y la paranoia anticomunista de la sociedad americana. Indy, avejentado y algo taciturno, veterano de la Segunda Guerra Mundial, no se fía ni de su propio gobierno.

Si la saga continúa, también lo hace en su aspecto familiar: la indomable Marion de El Arca Perdida regresa, y su hijo es, cómo no, un aventurero en ciernes que enseguida forma divertida pareja de baile con Indy. El villano es ahora villana, los nazis pasan a ser soviéticos, y Cate Blanchett está estupenda encarnando a la inquietante coronel Irina Spalko. Es tan malvada que merecería mejor trato por parte de nuestro héroe.

Todo se complica, o en realidad se simplifica, durante la segunda mitad del filme, a medida que la historia toma senderos demasiado conocidos: la selva y la tribu virulenta, las arenas movedizas, la persecución en jeep, las hormigas caníbales, y el final con esos elementos alienígenas tan queridos por Spielberg. Han pasado 19 años y lo hemos visto casi todo, mucho cine de imitación, mucho Expediente X. A pesar de todo la película, repleta de acción y comedia a partes iguales, se sigue con agrado, mantiene la dignidad.

A la salida del cine, es inevitable preguntarse: ¿y si Spielberg hubiera sido capaz de prolongar la tensión y la originalidad de la magnífica apertura? ¿Y si Sean Connery hubiera querido interrumpir su jubilación para llenar la pantalla volviendo a convertirse en el inolvidable profesor Henry Jones? ¿Y si no hubieran pasado 19 años y tuviéramos la imaginación y la ingenuidad intactas? Por desgracia, al menos en ciertos aspectos, hemos llegado al final de la aventura.

domingo, 18 de mayo de 2008

De Animae Bestiarum, XXIV

DE LA LUCIÉRNAGA DE LA INUTILIDAD

Dice Alcibíades Mepida que la tierra no es en realidad mucho más sólida que un ser humano, ya que el fuego, el aire y el agua ganaron hace tiempo la batalla y, por tanto, Gea está tan colmada de cavidades como el interior de un hombre adulto. En la boca de uno de esos agujeros malditos, en la Galia meridional, habitaba un ser tan curioso como minúsculo. Sabemos de él sólo por Heracles el semidiós, del cual es sabido que en su bajada a los infiernos hubo de probar muchas puertas antes de dar con la correcta. En ese intento le sorprendieron las innumerables luces que titilaban en la oscuridad de la cueva, a guisa de firmamento soñado por Hades para su infierno, torpe remedo del cosmológico y real, que aparecía en los sueños del dios del infierno lleno de verde y azul por el mefistofélico humor del azufre y el lapislázuli. Heracles se acercó, cogió un par de luciérnagas en su poderosa e invicta mano y, cerciorándose de que la cueva no proseguía hasta el tártaro, se dirigió a la salida. Cuando los rayos de Febo lo cegaban pensó cuán fútil era la vida del insecto: dar luz donde nadie puede apreciarla. Si el semidiós fuera más amante de la filosofía natural que de las artes de Ares no hubiera aplastado las luciérnagas y hoy sabríamos si daban luz para aparearse, alimentarse o por el mero placer de hacerlo.

JL Muñoz Expósito, mayo 2008

martes, 6 de mayo de 2008

Dios los cría


Javier Marías concluye una novela. En Alfaguara se ponen a tocar el tam-tam. Los tambores de guerra retumban en Miguel Yuste 40.
--Hay que darlo todo, amigos --ordena el mandamás--. Prisa espera que cada hombre (y cada mujer) cumpla con su deber.
Y empieza el bombardeo de entrevistas a Javier Marías en todos los suplementos de El País, Bobelia, Tontaciones, en EPS, en el de Moda ("Las corbatas de un autor"), en el de motor ("Un escritor peatón"), en las páginas de Economía ("La cartera de valores del autor español más leído en Alemania"), en el de Cocina ("'Almuerzo un sencillo emparedado' confiesa Marías") y hasta en las páginas de Nuevas Tecnologías ("Abomino de los ordenadores, ¿qué pasa?").
--¡Más madera! --reclama el mandamás--. ¡Kamizake, kamikaze: es la tempestad que sólo pueden desatar los dioses!
Se fotografía a Marías en todas las posturas concebibles (la mayoría de ellas, bastante forzadas), se encarta con el diario un capítulo de la novela y, a la semana siguiente, como obsequio, una maquinilla de afeitar del propio Marías. Llueven Marías a cántaros, como capuchinos de punta, qué le vamos a hacer. ¿A quién le importa?
En realidad, a todo el mundo le da lo mismo. ¿A todos? ¿A todos-todos? ¡No! ¡Ni hablar! Hay un irreductible galo que se resiste ahora y siempre al protagonismo de Marías.
Mientras come un jabalí, que ha cazado con sus propias manos, el irreductible, vestido con chaleco de pescador de truchas, examina El País y siente el hervor de su propia sangre que le hincha la yugular. La envidia le reconcome. Prueba a degollar dos delfines para tranquilizarse, pero sin éxito. Escabecha un oso panda. Nada le tranquiliza: él no puede consentir que Marías salga tanto en la prensa. ¿Y él? ¿Es que él ya no existe? ¿Él, que vende más que nadie? No está dispuesto a dejarse robar plano. No, señor. Antes muerto que sencillo.
En Miguel Yuste 40, en su despacho alicatado hasta el techo de fotos abrazado a premios Nobel, Juan Cruz pasea nervioso. Tiene un presentimiento: le van a regañar. Algo le dice que se la va a cargar.
No se equivoca: suena uno de sus siete móviles. Descuelga y oye oleaje, silbidos de balas, gemidos de placer de mujeres de todas las edades y entrechocar de espadas. Lo que Juan Cruz se temía.
--¡Juanito! --grita una voz de trueno.
Es el Übermensch de las Letras, el Protomacho plumífero, el Megavendedor de novelas.
--Dime, Arturo, dime, te oigo mal, parece que no hay demasiada cobertura --explica Juan con voz melindrosa, almibarada y deferente.
--Me cago en todo. Estoy en alta mar. Coño. Joder. Mierda. Cojones. A mí no me sacáis tanto como a Marías, mi amigo Marías, me cago en todo.
--No te pongas así, Arturo, es que Javier acaba de publicar una novela.
--¡Que novela ni que ocho cuartos, Juanito, no me toques los cojones!
--No, claro, no, tú tranquilo, Alatriste. Lo vamos a arreglar, pierde cuidado.
Dicho y hecho. Al día siguiente una página y media de entrevista a Pérez-Reverte, con sus dos fotos, dos, sin venir demasiado a cuento, con la mínima percha de una edición en bolsillo.
Juan Cruz, trémulo, melífluo, admirativo, se pregunta en el titular: "¿Cómo se siente un escritor así?"
¿Que Marías reflexiona e intelectualiza? Arturo no se queda atrás. Dice de un libro suyo:
"Fue un acto de reflexión, intenso y agotador. Es de las novelas que me han dejado más exhausto en cuanto a intensidad. Y eso que es relativamente corta".
Formidable, dos soberbios ejemplares entrechocando los cuernos para demostrar ante la manada quién la tiene más grande o quién reflexiona más y con más cansancio.
Pérez-Reverte escribe libros con: "Duras conclusiones. Amargas, descarnadas. Un libro muy fuerte y muy duro".
Luego añade:
"Yo era un cazador; podría haber cazado animales, obras de arte, pero lo que cazaba eran imágenes. Yo sabía cazar la vida".
¡Guau!
Después habla de El Club Dumas, con la humildad que le caracteriza:
"El libro surge como un desafío, en un tiempo en que no se hablaba de clubes ni de nada de esto: fui un pionero. Fue una apuesta, y es el libro más agresivo que he hecho en plan desafío a lo que se estilaba en ese momento. Una declaración de principios. Estaba más solo que la una. Es un libro con una estructura complejísima [...] Pero sobre todo fue una patada en los cojones a los que tenían secuestrada la literatura en ese momento".
¡Guau, guau! Cuánta testosterona, literatura que procede directamente de los testículos, escrita con "los cojones del alma", que diría Miguel Hernández.
Menos mal que, cada vez que la literatura está en peligro, viene Alatriste al rescate, como el Séptimo de Caballería.
Cuidado, amigos, no estamos ante un inculto, nuestro hombre es académico (es de la Española, no de la Lengua, Juan Cruz) y:
"Cada semana sigo leyendo al azar a Virgilio, a Homero, a Chateaubriand, a Conrad".
¡Toma ya! ¡Y dos huevos duros!
De La reina del Sur presume Pérez-Reverte que "hasta los narcos la han leído, en Mëxico". Es una "novela musical", afirma. En las obras de Pérez-Reverte hay de todo, como en Saldos Arias: reflexión, acción, desgarramientos, intensidad, estructuras metálicas, música, oportunidades, rebajas y además se hacen arreglos a la ropa y se da la vuelta a los abrigos.
Y así hasta la extenuación.
Juan Cruz pone un titular con su declaración más importante y delatora del motivo de la entrevista:
"Soy un lector todo el tiempo, no soy un escritor, no soy Javier Marías".
Mensaje recibido, Arturo.
Al final, la entrevista se convierte en un formidable delirio paranoico. Al parecer, a Pérez-Reverte le persiguen unas malvados para acabar con su vida. ¿Será el profesor Bacterio, los pieles rojas o Fumanchú?
"No voy a dejarme matar. [...] Si un día me echan de este país, me voy a Francia, escribo allí, o en Italia o en Argentina. [...] Hay que morir matando".
Estremecedor, Arturo: se me ha puesto toda la carne de gallina.
¿A ti no te pasa? ¿A ti no te preocupa la persecución que sufre Pérez-Reverte?



Del blog de Rafael Reig, autor de 'Sangre a borbotones'. Enviado vía email por el ilustre César V.